Antes de cruzar el río, fui hasta un pequeño puesto de comida rápida que hay justo antes del puente. Me senté a la barra y pedí un súper pancho con una gaseosa de 600. Eran las doce del mediodía y la lluvia había amainado, pero el desfile de truenos y relámpagos aun destellaba en el cielo como si el mundo se fuera a acabar.
A la una de la tarde salía la lancha más próxima que remontaba el río Capitán. El viaje resultó apacible, me distraje con el constante caudal de barcos que hay durante los fines de semana en estas aguas. Una señora excesivamente gorda y con un escote maleducado tenía un pequeño caniche bajo el brazo. El pobre perro tiraba y se movía inquieto para todos lados, quería huir a toda costa de esa espantosa prisión. Pensé en mis perritos y en las caricias que le estaría proporcionando el bueno de Olivo, como ellos se calmarían bajo las dulces melodías de algún Beatle perdido. Me relajé y una pequeña brisa me cubrió la cara. No había notado que esos ojos inquisitivos no dejaban de mirarme, era la señora gorda que seguramente no entendía porqué la estaba mirando con tanto placer. El perrito inquieto intentó nuevamente zafarse de ella que lo agarró aun con más fuerza y entonces me vino a la cabeza la imagen de la madre de mis perritos bajo el peso de mi rueda mortal. La señora cambió su cara hacia una expresión atrevida. Me entretuve momentáneamente con las olas del río, pero un interés animal me hizo girar la cabeza en reiteradas ocasiones. La señora no dejaba de acecharme. Si bien era muy gorda no era para nada fea. Vientos fuertes zarandeaban la lancha de arriba abajo y mis ojos también, iban de arriba abajo, estudiaba el comportamiento de su cuerpo. Era atractiva y su inminente delantera me llamó la atención más de lo debido… Como buena mujer se hizo la desentendida y en reiterado momento dejó de lado el juego de miradas para que le llamase la atención. Casualmente ya debía bajarme.
A la una de la tarde salía la lancha más próxima que remontaba el río Capitán. El viaje resultó apacible, me distraje con el constante caudal de barcos que hay durante los fines de semana en estas aguas. Una señora excesivamente gorda y con un escote maleducado tenía un pequeño caniche bajo el brazo. El pobre perro tiraba y se movía inquieto para todos lados, quería huir a toda costa de esa espantosa prisión. Pensé en mis perritos y en las caricias que le estaría proporcionando el bueno de Olivo, como ellos se calmarían bajo las dulces melodías de algún Beatle perdido. Me relajé y una pequeña brisa me cubrió la cara. No había notado que esos ojos inquisitivos no dejaban de mirarme, era la señora gorda que seguramente no entendía porqué la estaba mirando con tanto placer. El perrito inquieto intentó nuevamente zafarse de ella que lo agarró aun con más fuerza y entonces me vino a la cabeza la imagen de la madre de mis perritos bajo el peso de mi rueda mortal. La señora cambió su cara hacia una expresión atrevida. Me entretuve momentáneamente con las olas del río, pero un interés animal me hizo girar la cabeza en reiteradas ocasiones. La señora no dejaba de acecharme. Si bien era muy gorda no era para nada fea. Vientos fuertes zarandeaban la lancha de arriba abajo y mis ojos también, iban de arriba abajo, estudiaba el comportamiento de su cuerpo. Era atractiva y su inminente delantera me llamó la atención más de lo debido… Como buena mujer se hizo la desentendida y en reiterado momento dejó de lado el juego de miradas para que le llamase la atención. Casualmente ya debía bajarme.
©: Felipe Herrero, 2009. Este fragmento forma parte de la nouvelle inédita "Maite".
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