jueves, 25 de febrero de 2010

Toros que sangran (fragmento... quinta parte)


LO IRRESPONSABLE Y LO RESPONSABLE
O BIEN
k, l, m, n, o


0
¿Alguien vendrá a salvarme de la pena y de la muerte?
Mi hija ya explota en la panza que más amo. Quiere salir, estirar el bracito para conocer su mundo. Tocar la torre Effiel con su alfombra voladora. Amo a mi hija que aun no nace porque ella vendrá a salvarme.

1
Ocurrió esta noche a la una de la mañana, cuando mi novia sintió bajo la panza abombada el peso del mundo. ¡Auxilio! Ahí viene. Lágrimas de mujer sobre la colcha. El dolor la extasiaba. Intranquila y de un lado a otro, mi novia caminaba perezosa y sin orientación por la casa. Llevame al médico.

2
La mujer que más amo no para de respirar profundo. El sudor se ha apoderado de ella. Todo le pesa y todo se torna resbaladizo.
Nueve meses de espera que terminan en un embudo. Nueve meses de espera que culminan en una terrible duda; que aun no se resuelve. Mi novia jadea descontrolada sobre la camilla. ¿Nace o se queda en mi novia para siempre? ¿Nace, o el amor entero que se tienen las matará a ambas y me matará a mí? Difícil el trabajo de parto cuando todo parece una duda, este instante cuando el individuo pasa a ser padre. La niña quiere salir para jugar en la plaza, en su arenero del futuro siempre el mismo arenero. La madre anhela la paz que acarrea una tormenta y el padre las desea a ambas bajo el brazo al pasear por los canales de Venecia.

3
La abuela llega al hospital siempre la abuela. Mi madre me toca el hombro para que un suspiro salga por mi boca.
—¿Ya nace?
—¡Ya nace!
La duda de la abuela y la confirmación del hijo orgulloso, nunca mostré indecisión ante mamá, fui un hijo que se resolvió la vida. Seré padre y reparador de futuras complicaciones; seré padre bueno y honesto, pondré límites y cederé libertades. Seré uno más en el mundo. Y el más feliz.
Me llaman ingenuo y aniñado desde la cuna. Estas fantasías lo comprueban.

4
La suegra llega siempre la abuela. Las caras de las abuelas se encuentran en la misma alegría ya figurada y meditada. Ya entendida y todo lo demás.
—¿Nace?
—¿Nace?
—¡Nace!
Seguridad, seguridad ante lo que desconozco, solo para evitar el mortuorio sermón del ¿cómo puede ser que no sepas? De unas abuelas desesperadas. Dios me ampare.

5
Uno, dos, tres. Mi hija cuenta cuantos deditos tiene. La vejez de la membrana termina de ceder. Mi hija tiene miedo pero aun no sabe que es miedo.
A mi novia le cuentan la intermitencia de las contracciones. Postrada en la camilla el sudor cede y se activa a cada paso, a cada momento. El fruto de ambos quiere salir de su cuerpo y de mi desesperación disimulada. Mi hija se toca, la manito baja por su joven panza. Una reina se mueve en el interior de mi novia.
Novia y novio anhelan un suspiro de alivio.

6
Y pasan… las horas pasan. Una tras la otra, como las hormigas en fila, de un lado a otro con los manjares hacia un mundo subterráneo. ¿Nace?, me pregunto. Camino por el sanatorio de un lado a otro, como los ojos de mi novia que ven al médico ir y volver. La panza vibra.
Un mundo se ensancha.

7
¡Chilla! ¡Chilla!... el reloj da las seis de la mañana. Hace más de cuatro horas que estoy aquí. Las abuelas duermen. Como en un espejo ambas cabezas se apoyan, son dos señoras que roncan y que aun preguntan desde su molesto descanso. Me vuelvo hacia la máquina de café. ¡Chilla! ¡Chilla! La máquina escupe un sonido agudo e infernal. Una enfermera me explica que ya no hay más café en la máquina y que por eso hace tal bochinche…
¡Chilla! ¡Chilla! Gente asustada corre desde el pasillo. Un enfermo ha caído al suelo desparramando los intestinos; una mala costura. ¡Chillan! ¡Chillan! Los sonidos se escandalizan, el mundo entero corre, todo el cuerpo de enfermeros socorre al destripado que jadea en el suelo. Me tapo los ojos y doy media vuelta. No quiero ver.

8
¡Chilla! ¡Chilla! Pero este sonido es más tierno. Apenas, desde lejos, me llega el nacimiento de mi niña.
¡Me ha salvado!



(Para leer la primera parte de Toros que sangran)

©: Felipe Herrero, 2009. Este fragmento forma parte del libro de cuento "Puertas del delirio".

martes, 9 de febrero de 2010

Uruguay (Relato)

Una vez viajé a un país muy lejano llamado República Oriental del Uruguay. Ahí me enojé, me alegré, me emborraché con una auténtica cerveza que poco tenía que ver con nuestra rubia porteña y asusté a muchas morenas que se paseaban por la playa. Fui un loco emborrachado de esa arena que iba de mina en mina, de escote a escote salpicando a toda esa mujereada. Fui tosco y atrevido. Cantante de aberraciones que jamás hubiera cantado. Fuí extrovertido y me conseguí a una minita que me llevó tras la duna de Santa Teresa, de Cabo Polonio y de la hippie y legendaria Valizas; en donde la dejé plantada algunas veces por culpa de la muerte natural diaria.
Entre noche y bailanta un día me encontré una duna en el camping. Era una duna pequeña y de poca altura que alojaba a un ejército de termitas asesinas, que dicho sea de paso, amenazaba con devorar mi carpa. Mi lecho de muerte si no hubiera dormido por esa noche en otra parte bajo el lienzo estrellado en el cabo de Valizas. Fuí un loco motorizado porque me compré una moto e hice el camino de El Caracol a 150 por hora. No me estrolé con una vaca porque justo un toro se la montó increíble y la empujó hacia adelante. Una seguidilla de balnearios con escoria argentina me escupió hasta Punta del Este. Al darme asco toda esa gente di media vuelta y le metí pata por la 9 hasta el Chuí para comprarme granadas, ametralladoras automáticas y un limón. Al faltarme bolso descubrí a una cheta que dejaba colgar de su mano una cartera abultada y de boluda. El zarpazo siniestro me costó un insulto y una exagerada llorisqueada de niña tonta. Por la noche llegué a las ondulaciones más pronunciadas del país. Recordé a Rebecca y clavé tres escarbadientes en el cítrico para suspenderlo en un vaso a modo de representación de su cerebro. Creo que esa noche no faltó nada.
Vacié la cartera de la cheta sobre la tierra y comencé a destrozar el montón de edificios de enfrente. Más aliviado por el buen acto regresé al Polonio para nadar con lobos marinos.



©: Felipe Herrero, 2010. Este relato forma parte del libro de cuentos "Urugay".