Por las noches estiro las piernas, aún a las seis de la mañana el sol no ha visitado el cielo para iluminar su desastre descomunal: nosotros.
Ya no cuestionaré un “porqué”, iré a lo evidente, al principio, al inicio cuando la mente termina de maquinar una fórmula; a la esencia que motiva al hecho:
¿Para qué matar a un humano?
La discordia une a algunos y separa al resto. Alguien ha cantado una idea que a un tercero le disgusta y lo lleva a formular su contra-idea.
Es mejor mandar al ganado que discutir el problema con un tesito a la mañana. Total, la lejanía lo salva de los problemas del otro que, resta decir, poco importan. El trigo cuando algo lo sopla se mueve todo para un mismo lado, el trigo no pregunta; confía en su viento y lo hace. ¿Para qué matar a un humano? ¿Para qué?
La pregunta resuena sin respuesta, y seguirá haciéndolo por años, por siglos y existencia, mientras la sangre circule por los cuerpos.
d: La epidemia de mi tabla
Quito los restos de papel de la tabla, soy un nuevo hombre ahora, pero otra vez el bostezo me atrapa y me hace soltar un chirrido agudo por la boca. A nadie engaño, tabla limpia o tabla sucia no me salvarán de mi desgraciada vida.
El permiso también suele ser un problema de estas personas que merodean por el mundo. Dejan que el ajeno haga en nombre de ellas lo que el ajeno cree pertinente hacer. Lastima que ese hecho solo le compete a él, a su persona aburrida de los demás, harta de los demás por una indiferencia cuando niño, por falta de educación o váyase a saber por qué razón. ¡Claro! La multitud da el poder a la personalidad vigente, por lo tanto, la multitud debe responsabilizarse por ella, no reprochar si su accionar fue errado, o bien, si la personalidad no llevó a cabo lo pactado; aun así, la masa es la responsable, por no haber dilucidado la pureza de la personalidad en su debido momento. ¡Sí! Lo sé, no gusta ¿y a quién sí? ¡A nadie! ¿A mí? ¡No! De ninguna manera, y menos me gusta observar que una persona muera en mi vereda. Las cosas son así y es lamentable.
La tabla está limpia, pero el hedor aun queda, y bajo su blanco infinito bosquejo una mancha con los ojos, que es para mí, imborrable.
(Para leer la tercera parte de Toros que sangran)
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