Cuando uno encuentra la inmensidad en varios kilómetros descampados sea en agua o tierra firme, empieza a experimentar un sentimiento obvio y extraño. La inmensidad queda enorme; nos asustamos al darnos cuenta de la miseria que somos. Un poroto en esa inmensidad. Y queda dislocada la idea de que el hombre domina la tierra. ¿Qué es, al fin y al cabo, lo que domina? El hombre ni siquiera se domina a sí mismo…
Esta inmensidad me inhibe, pero pasado el rato me acostumbro a sus dimensiones. Más tarde incluso me encantan, porque ellas me sueltan una implacable libertad que excede en mucho mi capacidad de dominio. ¡No me hago libre! La naturaleza me hace. Del mismo modo que no me hago feliz sino que los demás me hacen y yo hago feliz a los demás; y de ahí y únicamente por ello tal vez me haga feliz. La felicidad que busca el hombre nunca la encontrará en la propiedad sino en el otro y para ambos. Y estas inmensidades: del aeródromo extenso de pavimento quemado y de la masa mojada del Río de la Plata, hacen de mí una persona libre por fuera de mis dominios. La amada me acaricia, se tropieza y la ayudo a incorporarse. Por decimocuarta vez ríe. Pleno y libre miro la costa uruguaya con todos esos arbolitos y me río. Estoy bien.
©: Felipe Herrero, 2009. Este fragmento forma parte de la nouvelle (diario de viaje) "Cautivo en la isla".
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